Por esa razón, mantener inamovible el discurso sobre el Festival de Cine de Sundance, que durante los últimos días de enero se celebra en Park City (Utah), no sea lo más adecuado. Porque, si bien esta cita continúa apostando por valores desconocidos que realizan sus trabajos al margen de los grandes estudios, cada vez es más frecuente que las películas que allí se presentan cuenten con el respaldo de algunas de sus filiales o tengan la clara intención de encontrar un compañero de viaje importante en su vida comercial. Algo que, evidentemente, es positivo para la industria pero desvirtúa en cierta manera el fundamento del festival.
De cualquier manera, el certamen creado por Robert Redford hace ahora tres décadas continúa con su labor de descubridor de pequeñas (y no tanto) piezas que, en algunos casos, se convierten en las grandes animadoras del calendario de premios que concluye con la entrega de los Oscars a finales del mes de febrero. Es lo que ocurrió, hace ya unos cuantos años, con Sexo, mentiras y cintas de vídeo, el título que lanzó a la fama a su director, Steven Soderbergh. Ese fue un momento determinante para el festival y para eso que denomina cine independiente. El trabajo de Soderbergh, realizado con un presupuesto más que limitado, se convirtió en uno de los éxitos de la temporada (la cinta es de 1989) y en la abanderada para una nueva generación de cineastas que, a partir de ese momento, vio cómo era posible conjugar la libertad creativa con el reconocimiento de un público más o menos masivo.
En la edición de 2011, Sundance exhibe más de un centenar de largometrajes de 50 países de todo el mundo que lucharán por encontrar distribución en los grandes núcleos de la industria. Algo que consiguió, por ejemplo, el realizador español Rodrigo Cortés el año pasado con Buried (Enterrado), una arriesgada propuesta que se convirtió en una de las más deseadas del festival y consiguió llegar a los cines de todo el mundo con un gran recibimiento por parte de los espectadores.